Hoy, en el Día Internacional de la Mujer, Radio Sinaí 103.9 FM quiere hacer un sentido homenaje a esos seres especiales de la creación de Dios que sin duda engalanan el universo con su presencia; al tiempo, que hacemos un extensivo llamado y exhortación para que los hombres sepamos amar y respetar a las mujeres no sólo el 8 de marzo, sino que con nuestros actos rindamos tributo durante todo el año, a quien sin duda ha marcado nuestra vida: la mujer.
Y al meditar en la mujer, volvimos nuestra mirada al querido santo de nuestro tiempo San Juan Pablo II, quien durante su pontificado nos regaló una hermosa Carta Apostólica que lleva por nombre Mulieris Dignitatem, en donde encontramos una hermosa reflexión sobre la dignidad y la vocación de la mujer y que hoy sigue siendo tan actual e iluminadora.
Partimos de aquel mensaje fruto del Concilio Vaticano II, cuando sin titubeos señaló que “ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga”.
La constatación hecha por la Iglesia, al comprender que “la mujer se encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico” como lo señala el numeral 3 de esta carta, nos hace afirmar con el siguiente numeral que “de esta manera la plenitud de los tiempos manifiesta la dignidad extraordinaria de la mujer. Esta dignidad consiste, por una parte, en la elevación sobrenatural a la unión con Dios en Jesucristo, que determina la finalidad tan profunda de la existencia de cada hombre tanto sobre la tierra como en la eternidad. Desde este punto de vista, la mujer es la representante y arquetipo de todo el género humano, es decir, representa aquella humanidad que es propia de todos los seres humanos, ya sean hombres o mujeres. Por otra parte, el acontecimiento de Nazaret pone en evidencia un modo de unión con el Dios vivo, que es propio sólo de la mujer, de María, esto es, la unión entre madre e hijo. En efecto, la Virgen de Nazaret se convierte en la Madre de Dios”.
Con estas extraordinarias palabras, San Juan Pablo II nos hacía introducirnos en este mundo de la feminidad con valor en sí misma dado por Dios, explicando que “desde el comienzo son personas a diferencia de los demás seres vivientes del mundo que los circunda” (cfr MD n° 6), razón por la cual “en la unidad de los dos, el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a existir uno al lado del otro, o simplemente juntos, sino que son llamados también a existir recíprocamente, el uno para el otro”, dirá el Magisterio.
En el numeral 10, nos recordaba que “esta criatura única e irrepetible no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Cfr. MD N° 10); por eso, la comunión es la verdadera vocación a la que es llamado el ser humano y por consecuencia, cualquier práctica de dominación o ruptura implicará una alteración y la pérdida por tanto de la estabilidad de aquella igualdad fundamental.
De lo anterior se desprende que “la unión matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera subjetividad personal de ambos… la mujer no puede convertirse en objeto de dominio y de posesión masculina”. Así tampoco, “la mujer —en nombre de la liberación del dominio del hombre— no puede tender a apropiarse de las características masculinas, en contra de su propia originalidad femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no llegará a realizarse y podría, en cambio, deformar y perder lo que constituye su riqueza esencial. Se trata de una riqueza enorme. En la descripción bíblica la exclamación del primer hombre, al ver la mujer que ha sido creada, es una exclamación de admiración y de encanto, que abarca toda la historia del hombre sobre la tierra”, enseñó el Papa misionero.
De ahí que San Juan Pablo II enseñara que “los recursos personales de la femineidad no son ciertamente menores que los recursos de la masculinidad; son sólo diferentes. Por consiguiente, la mujer —como por su parte también el hombre— debe entender su realización como persona, su dignidad y vocación, sobre la base de estos recursos, de acuerdo con la riqueza de la femineidad, que recibió el día de la creación y que hereda como expresión peculiar de la imagen y semejanza de Dios”.
Con la Sagrada Escritura podemos señalar la historia de amor que Dios trazó con la humanidad, por medio también de “las mujeres que encontraba Jesús, y que de él recibieron tantas gracias” (Cfr. n° 11) “en las enseñanzas de Jesús, así como en su modo de comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo; por el contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor debido a la mujer” (Cfr. MD n° 13).
“La actitud de Jesús en relación con las mujeres que se encuentran con él a lo largo del camino de su servicio mesiánico, es el reflejo del designio eterno de Dios que, al crear a cada una de ellas, la elige y la ama en Cristo (Cfr. Ef 1, 1-5). Por esto, cada mujer es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma, cada una hereda también desde el principio la dignidad de persona precisamente como mujer”, enseñó San Juan Pablo en el numeral 13 de la carta.
En el capítulo VI que se titula Maternidad y Virginidad, en el numeral 17 se señala que “estas dos dimensiones de la vocación femenina se han encontrado y unido en ella de modo excepcional, de manera que una no ha excluido la otra, sino que la ha completado admirablemente. La virginidad y la maternidad coexisten en ella, sin excluirse recíprocamente ni ponerse límites; es más, la persona de la Madre de Dios ayuda a todos —especialmente a las mujeres— a vislumbrar el modo en que estas dos dimensiones y estos dos caminos de la vocación de la mujer, como persona, se explican y se completan recíprocamente”.
Esto llevará al Papa Juan Pablo II a enseñar en el numeral 18 que “en la maternidad de la mujer, unida a la paternidad del hombre, se refleja el eterno misterio del engendrar que existe en Dios mismo, uno y trino… sin embargo, aunque los dos sean padres de su niño, la maternidad de la mujer constituye una parte especial de este ser padres en común, así como la parte más cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el período prenatal. La mujer es la que paga directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer. Ningún programa de igualdad de derechos del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto de un modo totalmente esencial”.
Y es que el papa viajero, también recordó en su escrito a María sufriendo ante la Cruz, y en ella recordó a las mujeres que sufren, en el numeral 19 precisó: “contemplando esta Madre, a la que una espada ha atravesado el corazón, el pensamiento se dirige a todas las mujeres que sufren en el mundo, tanto física como moralmente. En este sufrimiento desempeña también un papel particular la sensibilidad propia de la mujer, aunque a menudo ella sabe soportar el sufrimiento mejor que el hombre. Es difícil enumerar y llamar por su nombre cada uno de estos sufrimientos. Baste recordar la solicitud materna por los hijos, especialmente cuando están enfermos o van por mal camino, la muerte de sus seres queridos, la soledad de las madres olvidadas por los hijos adultos, la de las viudas, los sufrimientos de las mujeres que luchan solas para sobrevivir y los de las mujeres que son víctimas de injusticias o de explotación. Finalmente están los sufrimientos de la conciencia a causa del pecado que ha herido la dignidad humana o materna de la mujer; son heridas de la conciencia que difícilmente cicatrizan. También con estos sufrimientos es necesario ponerse junto a la cruz de Cristo”.
Por todo esto y más, es que “la Iglesia defendiendo la dignidad de la mujer y su vocación ha mostrado honor y gratitud para aquellas que —fieles al Evangelio— han participado en todo tiempo en la misión apostólica del Pueblo de Dios. Se trata de santas mártires, de vírgenes, de madres de familia, que valientemente han dado testimonio de su fe, y que educando a los propios hijos en el espíritu del Evangelio han transmitido la fe y la tradición de la Iglesia” como se condensó en las enseñanzas del numeral 27 de Mulieris Dignitatem.
Continúa este numeral indicando que “en cada época y en cada país encontramos numerosas mujeres perfectas (Cfr. Prov 31, 10) que, a pesar de las persecuciones, dificultades o discriminaciones, han participado en la misión de la Iglesia. Basta mencionar a Mónica, madre de Agustín, Macrina, Olga de Kiev, Matilde de Toscana, Eduvigis de Silesia y Eduvigis de Cracovia, Isabel de Turingia, Brígida de Suecia, Juana de Arco, Rosa de Lima, Elizabeth Seton y Mary Ward… El testimonio y las obras de mujeres cristianas han incidido significativamente tanto en la vida de la Iglesia como en la sociedad.”
Es así como podemos decir con San Juan Pablo II que “la mujer es fuerte por la conciencia de esta entrega, es fuerte por el hecho de que Dios le confía el hombre, siempre y en cualquier caso, incluso en las condiciones de discriminación social en la que pueda encontrarse. Esta conciencia y esta vocación fundamental hablan a la mujer de la dignidad que recibe de parte de Dios mismo, y todo ello la hace fuerte y la reafirma en su vocación. De este modo, la mujer perfecta (Cfr. Prov 31, 10) se convierte en un apoyo insustituible y en una fuente de fuerza espiritual para los demás, que perciben la gran energía de su espíritu. A estas mujeres perfectas deben mucho sus familias y, a veces, también las naciones”, precisó el santo en el numeral 30.
Por eso, hoy Radio Sinaí hace suyas las palabras de esta Carta Apostólica cuando señala “la Iglesia, por consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres perfectas y por las mujeres débiles. Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es la patria de la familia humana, que a veces se transforma en un valle de lágrimas. Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable” (Cfr. MD n° 31).
Así, hoy vemos el valor inmenso de la mujer a quien con humildad pedimos perdón por nuestros errores, por las veces que no hemos sabido amarlas y respetarlas, por las veces que no hemos sabido honrarlas como tesoro preciado en sí mismas; pues al ver a María, constatamos que el valor de la mujer es tan grande, que el eterno y Dios… quiso tomar de una mujer su propia sangre, de ella su carne y su color de piel, de ella aprendió sus primeros pasos y hasta el pronunciar sus primeras palabras… A la mujer, gracias, que estamos en deuda contigo.