La noche que nos depararía el inicio del viernes 28 de abril, no sería para dormir sino para meditar, había pasado un buen rato en el escritorio de la habitación 101 de Leonardo Hotel reflexionando y escribiendo…; fue así, con la mirada fija en el impactante Mar de Galilea, como me encontró el nuevo día y fui testigo de un amanecer sin igual, en aquellas aguas donde tanto amor manifestó el Salvador del mundo.
Sinceramente, creo no saber describir aquella jornada, y tan sólo intentaré señalar el recorrido expresando una somera idea de lo que este frágil sacerdote ha vivido; muy temprano, salimos de Tiberias con rumbo a Mágdala, donde pudimos acercarnos a los restos de una sinagoga del siglo primero, lugar donde muy probablemente Jesús visitó, máxime si se trata del poblado de María Magdalena, aquella a la que Jesús perdonó, la misma que tuvo arrestos de amor sincero, aquella que fue testigo de su infinita misericordia… Me encontraba entonces, en la tierra de aquella a la que Jesús se le apareció resucitado y envió como mensajera…
Al caminar por aquel sitio, con tramos de piso del tiempo de Jesús, pensando que podía estar caminando por donde el Maestro lo hizo, bordeamos la sinagoga visiblemente conservada, pasamos junto al lugar de las purificaciones, descendí hasta el piso original donde tienen una capilla para el sacrificio eucarístico y visité el nuevo templo construido, donde se lee la famosa frase: Duc in altum…. Aquel recorrido me hacía decirme: Señor, que pueda yo ser la Magdalena, que mi entrega amorosa sea la ofrenda agradable, que Dios tenga misericordia para mi alma y como en aquella ocasión, también yo pueda sentir tu perdón…
Posteriormente, hicimos una breve visita a Tabhga, donde está el mosaico que nos recuerda el milagro de la multiplicación de los panes y los peces…, lugar para recordar que el Señor conoce nuestras necesidades, y presto está para saciar a su pueblo con el amor que todo lo transforma… Aunque fue una visita rápida, meditaba en lo extraordinario de aquel acontecimiento, que nos enseña también a saber compartir lo que Dios nos ha dado, a ponerlo en común para que realmente se realice el milagro de la vida comunitaria, don de Dios que debemos pedir con insistencia; y cómo también, aquel lugar me recordaba la enorme responsabilidad de ser nosotros mismos los que estemos siempre dispuestos a servir, actitud que nunca debe posponerse, acción que siempre debe estar orientada en favor de los más frágiles y necesitados, del pueblo que sufre en su cuerpo o en su espíritu…
Nuestro espectacular itinerario, nos llevaría aquella mañana al Monte de las Bienaventuranzas, un lugar donde se respira paz. Fue ahí, en medio de un cuidado bosquecito que mezclaba mágicamente los colores más variados de sus paradisiacas flores, junto al sonido cual celestial de algunas aves, teniendo por delante la magnífica panorámica del Mar de Galilea, el Señor me concedió el privilegio de presidir nuevamente la Eucaristía junto a mis hermanos peregrinos…; al iniciar la celebración, le he pedido a Dios tenga compasión de este frágil siervo, y como regalo del cielo volvimos a escuchar de Jesús su Palabra, llamándonos dichosos y bienaventurados…, catalogando como extraordinario el poder proclamar aquel Evangelio en dicho contexto, sobrado esfuerzo para estar ecuánime, mientras con mi voz repetía las mismas palabras de Jesús…
Durante la homilía, he tenido presente la reflexión de Mons. Montero en el pasado retiro espiritual, y hemos comentado que este evangelio es norma de vida, pues ahí encontramos cómo debe actuar el cristiano ante los momentos concretos de nuestra vida… Por eso, presidir la eucaristía acá ha sido un regalo, y ahora sólo restaba pedir que me concedas ese corazón sencillo, para que comprendiendo mi pequeñez pueda admirar tu grandeza y sepa entender lo que quieres de mi vida y de mi historia…
De ahí, nos trasladamos en bus hacia Genesaret, lugar donde tomaríamos la barca, que por espacio de una hora, nos haría navegar por el mismo Mar de Galilea, atravesándolo como lo hacían los pescadores en tiempos de Jesús, hasta llegar a Cafarnaúm; mientras me dirigía a la barca repetía una y otra vez en mi mente (y pienso que alguna vez, la voz expresó lo que sentía mi corazón): aquí…, aquí…, Señor, aquí fue donde los llamaste… aquí, Señor, aquí fue… No les puedo negar que mi corazón no podía digerir lo que mis ojos contemplaban…, venía impactado desde el amanecer por aquellas aguas, y ahora me encontraba en una barca a punto de navegar…, no quería perder segundo alguno, quería grabar para siempre aquellas imágenes que me hablaban en lo profundo del alma, mi mente parecía no poder procesar tantos textos sagrados que durante estos casi diez años de ministerio había predicado…, es que en este lugar no había duda, era el mismo lago, aquí era donde Jesús hizo sus milagros, fue aquí donde llamó a los suyos, fue aquí donde me estaba una vez más mostrando su gracia…
Aferrado lo más cerca a la orilla de la barca, con la mirada cual niño perdida en el agua, la barca empezó su viaje, aguas adentro silenciaron los motores para realizar una oración que antes estuvo precedida por el dulce recuerdo de los milagros que Jesús realizó ahí…; aquel momento llevaba más sentimiento a mi ser, y en el Mar de Galilea mientras miraba el sol y aquellas plácidas aguas desde la proa, un canto me hizo estremecer: Tú, has venido a la orilla, no has buscado, ni a sabios ni a ricos, tan sólo quieres que yo te siga, Señor me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre, en la arena he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar…
Aquella letra junto a sus dulces notas, escuchadas y meditadas en pleno Mar de Galilea, me hacían pasar tantas imágenes por mi corazón… y decirle al Señor una vez más: aquí, Señor, aquí los llamaste, aquí estuviste Señor, aquí es donde nos elegiste de cierto modo… y conmovido, las lágrimas brotaron mezclándose junto a las aguas de Galilea, de la misma forma como el Señor ha querido hacerse uno conmigo… Mientras tanto, el grupo en profunda oración cantaba: mi cansancio que a otros descanse, amor que quiera seguir amando…, y espiritualmente me unía al cielo en recuerdo del Padre Timoteo Manley (qdDg) que tanto marcó mi vida, y a tantos fieles de nuestra diócesis a quienes me debo con especial afecto y entrega…
Así fue como aquel momento vivido, valía cualquier sacrificio o incomodidad, cualquier cansancio o pesar…; y ya en Cafarnaúm, visitamos los restos de la sinagoga donde Jesús oraba, justo al lado de lo que es llamado por los arqueólogos como la casa de Pedro, lugar donde Jesús habría hecho el milagro de sanar a la suegra de aquel insigne apóstol.
Finalmente, hemos ascendido hasta la cumbre del Monte Tabor, lugar donde se dio la Transfiguración…, puedo describir aquel espacio como lugar de Dios, es un elevado monte solitario y silencioso ubicado entre la planicie; ahí, aparece tan imponente, que la misma geografía parece hablarnos de lo que sucedió…, cuando Jesús llevando a Santiago, Juan y Pedro suben este pesado monte para mostrarles su divinidad y hacerles ver que es necesario estar preparados para la prueba que se avecina…
El silencioso y elevado ambiente me hace meditar una vez más mientras inmortalizo algunas imágenes para la historia, y me digo: Señor, que pueda estar preparado para la hora, que pueda comprender cada Eucaristía como la verdadera transfiguración, momento que me dará la fuerza para descender el monte hacia la prueba cotidiana de la vida…, y sorprendido me preguntaba cuánto habrían tardado y cuántas fueras invertidas por Jesús y los suyos en subir este empinado cerro, y me hacía pensar que igualmente la vida cristiana será un ascenso esforzado y sacrificado en busca del Maestro.
Aquella larga y fructífera jornada llegaba así a su fin, rezando el Santo Rosario nos dirigimos hacia Tiberias en busca del hotel, y acompañados de un sol que se despedía lentamente… parecía que nos invitaba a tener confianza de que a su regreso, la misma Tierra Santa nos depararía más lugares que hablarían de Dios.