La mañana de este Jueves Santo, como se ha hecho los últimos años, fieles y pastores se han congregado en la Iglesia Catedral de San Isidro para vivir con gozo la celebración anual de la Misa Crismal, donde tiene ocasión la renovación de las promesas sacerdotales y la bendición de los óleos que serán usados para administrar los sacramentos.
Al ser las 9:00 am, con el canto del coro, dio inicio la procesión de entrada de una misa que estuvo cargada de signos y solemnidad; con la presencia de dos obispos más que concelebraron, Mons. Mora y Mons. Fray Gabriel Enrique Montero Umaña, Obispo Emérito de esta jurisdicción del sur del país, gran número de sacerdotes y diáconos se unieron también en la celebración, la cual contó con la participación de los seminaristas, y un buen número de laicos y religiosos que colmaron el recién remozado templo catedralicio.
Durante la homilía, Mons. Juan Miguel Castro Rojas, Obispo Diocesano de San Isidro, dirigió un sentido mensaje a los sacerdotes, “es el día del sacerdocio. El día de la fidelidad de Dios. El día para renovar nuestra unción y nuestra entrega […] Esta unción no fue para nosotros mismos, sino para los demás. Fuiste ungido para consolar al que llora, para levantar al caído, para sanar corazones heridos, para anunciar el año de gracia del Señor. ¡Qué noble y qué exigente es nuestra vocación! Somos instrumentos de Cristo, mediadores entre Dios y los hombres, pastores con olor a oveja, servidores de una humanidad muchas veces rota, solitaria, hambrienta de amor y de verdad”, precisó el prelado.
Tras definir con estas palabras la misión de los ministros sagrados en el pueblo y en favor del pueblo, quiso agradecer a los sacerdotes, diciendo: “en nombre de la Iglesia, y como hermano y pastor, les doy gracias. Gracias por su entrega silenciosa, por su disponibilidad constante, por las veces que han predicado sin ver frutos, que han consolado sin ser consolados, que han celebrado la Eucaristía aún en medio de sus propias heridas. Gracias por no abandonar el rebaño cuando la carga se vuelve pesada. Gracias por seguir creyendo, esperando y amando, aun cuando han sentido el frío de la soledad o el peso de la cruz”.
Y ante la misión que siempre espera a los sacerdotes en medio de la sociedad, animó a seguir siendo testigos del amor, “el sacerdocio no es un título ni un privilegio. Es una respuesta humilde al amor de Aquel que dio la vida por nosotros. Nos ha lavado con su sangre, nos ha revestido con su gracia, nos ha hecho partícipes de su misión redentora. Por eso, hoy no solo bendecimos óleos. Hoy recordamos nuestra unción, renovamos nuestras promesas sacerdotales y volvemos a decirle al Señor con todo el corazón: Aquí estoy, envíame”, dijo el prelado.
Y recordando con la Palabra de Dios, las pruebas que son preciso enfrentar y la cruz, añadió: “Nazaret también nos recuerda algo más: la dificultad de ser profetas en nuestra propia tierra. Jesús no fue bien recibido por los suyos. Nosotros tampoco lo seremos siempre. Pero ahí está la belleza del sacerdocio: ser fieles, incluso cuando no somos comprendidos; seguir sembrando, aunque no veamos la cosecha […] Queridos hermanos, no estamos solos. Nos acompaña el Espíritu que nos ungió, la Virgen María que nos cuida como Madre de los sacerdotes, y el Pueblo de Dios que, aunque a veces lo olvidemos, ora por nosotros, confía en nosotros y espera tanto de nosotros”.